miércoles, 8 de junio de 2011

CUENTO: LA VISITA DEL OCHO



CUENTO:
LA VISITA DEL OCHO


Me gustaba ir a la escuela; era divertido hacer croar al ejército de ranas que llevábamos en los bolsillos del pantalón de diario. Probablemente, mi profesor, con su inconfundible cara de conejo, no pensara igual; puede que yo le gustara tan poco, como a mí me gustaban las Matemáticas. Ese día lo demostró cuando, harto de mis interrupciones, me dijo: “Señor Gómez, coja la puerta y váyase”. Yo, más obediente que el peso de los cuerpos a la ley de la gravedad, agarré la puerta, la saqué de sus goznes y salí con ella en el brazo por el pasillo. Toda una proeza para un chico de mi edad.

Mi popularidad había crecido ese día y me sentía dichoso por ello; una ocurrencia así pasaría a los anales de las burradas del colegio. Y yo había deseado tanto salir de las listas del anonimato para formar parte de los héroes de 8 años… Un sueño realizado. Mi ánimo y mi autoestima flotaban en el aire, y mi orgullo salía a los hombros de mis compañeros de clase, que me vitoreaban.

Pero, lamentablemente, la fama no aumentaba mis conocimientos matemáticos ni un ápice. Al día siguiente, nadie podría evitarme el bochorno de suspender otra vez, la vergüenza de la humillación a la que me sometería Don Cara de Conejo y la reprimenda de mis padres. La caída sería del todo inevitable: no tenía ni idea de decimales, ni de comas, ni de nada de lo que tenía que ver con las Mates.

Pero, esa noche, en la que no me apetecía lo más mínimo que un nuevo cero manchara mi preciosa y reciente popularidad, esa noche ocurrió algo muy especial. Fue en ese momento en el que tienes un pie aquí y otro en el limbo, justo entonces, cuando recibí la visita de un ser muy curioso.
Me froté los ojos; no sabía quién o qué era aquello.
- Hola -me dijo-. Soy el número ocho, y he venido a ayudarte.

No entendía muy bien qué estaba pasando, pero, atendiendo a los buenos modales que me habían enseñado, respondí:
- Eres muy amable, pero creo que estás perdiendo el tiempo; te equivocas de niño, porque no me gustan las Matemáticas. Se me dan bastante mal y me parecen difíciles, odiosas, vomitivas... A veces, he llegado a pensar que soy un poco tonto; porque, aunque me he esforzado, no he logrado entenderlas. Es como si me hablasen en chino. Y ya he tirado la toalla.
El niño añadió:
- Todos esos números, esos signos me dan tantas vueltas en la cabeza, que acabo mareado. Además, también te has equivocado en el día, porque mañana tengo examen de Mates y no me sale ningún ejercicio sobre los números enteros y los decimales. ¡Ya no hay quien me libre de otro odioso cero!
- No estoy de acuerdo contigo; las Matemáticas no son feas, ni difíciles, ni aburridas. No las entiendes porque no nos conoces, pero yo te ayudaré -dijo el número ocho.
- ¿Es que los números existís en realidad?
- ¿Cómo podría, entonces, estar yo aquí? Además, si los números no existiéramos, los hombres seríais muy distintos. A lo mejor, ni siquiera seríais humanos, porque no podríais contar, ni medir, ni calcular, ni predecir. Si no nos hubieseis conocido y aprendido a usarnos adecuadamente, seguro que seríais muy parecidos a los monos que vemos en el zoo.
-No sé, puede que tengas razón. Pero, oye, ¿donde vivís los números?
- ¡Qué preguntita! Ya lo sabes: en la cabeza de las personas, junto con las ideas, las palabras, las imágenes, los recuerdos… Fíjate, yo me llevo muy bien con el color rojo, por eso me visto así, y también me gusta mucho hablar con la palabra “gafas”, que se parece mucho a mí y con la imagen que tú tienes de la bici que vas a pedir a los Reyes. Me encanta tomar “bizc-ocho” y leer las aventuras de “Pin-ocho”. Dirás que soy un pelín egocéntrico y presumido, pero deberías admitir que tenemos cierto aire de familia. Ja, ja.

Nadie podía negar que el ocho era gracioso y ocurrente.

- Y tengo imitadores –continuó-. A veces, mis hermanos los ceros se ponen uno encima de otro y tratan de suplantarme. Ya sabes, siempre intentando llamar la atención; están hartos de que casi todo el mundo crea que ellos no cuentan… Y, realmente, cuentan muchísimo. Puestos a la derecha, cuentan muchísimo: hacen que los números a los que acompañan tengan mucho más valor.
- ¿Más valor?
- Sí, es fácil. Verás: si a mí me ponen un cero a la derecha, ¿en qué me convierto?
- En ochenta -respondió el niño.
- Efectivamente, lo has entendido. Así que entonces valdré no ocho, sino diez veces lo que antes. Si, por el contrario, se coloca el cero a mi izquierda seguido de la coma; entonces, ya no valgo ocho, sino 0’8, es decir, diez veces menos.
- Sí, quieres decir que si el cero se coloca a tu derecha, te hace 10 veces más grande; y, si se pone a tu izquierda con la coma, te divide en 10 porciones.
- Eso es. Me estás impresionando, Adrián -que así se llamaba el niño.
- ¡Ya lo tengo! Si se pone a la derecha, te multiplica; si se pone a la izquierda, te divide.
- Todos los números tenemos cierta manía a la coma, no nos gusta nada que nos acompañe por no tener que llevar decimales.
- A mí también me gustan los números enteros más que los decimales.
- Ahora entenderás por qué presumo de ser un número entero y, además, par.

En ese instante, mi madre entró en la habitación, y, como cada mañana, me despertó con un beso dulce:
- Buenos días, rapaz.
- Buenos días, mamá. He tenido un sueño muy extraño.

Miré casualmente a la mesita de noche y allí estaba el despertador marcando la hora en un rojo brillante y a destellos: eran, exactamente, las 8:08. Tenía sueño, estaba aturdido, y mi madre me metía prisa, como siempre.

Mientras desayunaba, mi madre, siempre cariñosa, me recordó que por la tarde iríamos a celebrar el cumpleaños de mi abuelito. En ese momento, caí en la cuenta de que él cumpliría 80 años, diez veces más que yo. Era increíble: otra vez el número ocho venía a mi mente.

Ya en la parada, caí en la cuenta de algo que había pasado inadvertido para mí hasta el momento. Mi ruta del cole era, precisamente, la ruta nº 8. Siempre lo había sabido, claro, pero ahora tomaba una significación especial después de tantos años. ¿Podía todo eso ser una casualidad?

La mañana pasó, y el examen, también. Había hecho lo que había podido, y era mucho más de lo que yo esperaba. Después de la visita de la noche anterior, algunos ejercicios ya no me parecían tan difíciles. Por primera vez en mi vida, me sentía satisfecho de un examen de Matemáticas. Eso sí que era una proeza, aunque no pasara al libro de las burradas del cole. Ahora sí que me sentía en paz conmigo mismo. Puede que el número 8 tuviese razón, y todo era cuestión de tener una actitud diferente.

Ese día estuvo lleno de ochos por todos lados: 8 guisantes en el plato de salsa, ocho minutos tardó en llegar el autobús, 8 galletas puso mi madre en la merienda. Y llegó la hora de dormir. No soñé con ningún número, pero yo sabía que algo en mí había cambiado con la visita del número ocho; porque, a partir de ese momento, ya no consideraba las Matemáticas como una asignatura odiosa, ni los números, mis enemigos naturales.

Ya he crecido y, créeme, me he ganado la vida enseñando a los alumnos que las Matemáticas parecen muy difíciles, pero no lo son. Simplemente, hay que cogerles el tranquillo. Los números son divertidos y muy necesarios en nuestras vidas.

Ah, se me olvidaba decirte que, en aquel examen de Matemáticas, saqué un ocho.

Mati Morata
Un homenaje a Adrián, un compañero que tras 45 años de maestro se jubila.
Junio 2011